El drama de la muerte de Yennely Duarte Hilario a manos de su pareja o expareja Ammy Hiraldo es la punta del iceberg de una realidad invisibilizada: la violencia intragénero. Violencia que, al igual que la heterosexual, busca controlar y dominar a la víctima hasta alcanzar su absoluta sumisión. Relación de poder que hace sufrir a la parte abusada consecuencias emocionales, psicológicas y físicas similares a las que padece la mujer a causa de la profusamente estudiada violencia masculina.
Ammy Hiraldo se confesó autora de un crimen para el que todavía no existe nombre. A la espera del juicio, que podría prolongarse, ella y Yennely irán perdiendo interés público. El hecho, como mucho, conservará un barniz episódico: la intención deliberada de matar y la saña de la ejecución convertidas en pasto de conjeturas, cuando no de morbosa complacencia de aquellos para quienes es botón de muestra de la decadencia moral de la sociedad dominicana.
La recreación de las circunstancias previas al crimen que permite la transcripción policial del interrogatorio, pábulo de comentarios en las redes, coquetea con la idea de la singularidad del hecho y su naturaleza abrupta. Como si la noche en la que Ammy pasó a recoger a Yennely por su casa careciera de antecedentes.
Una respuesta de la confesa asesina podría ser el hilo que conduzca a desenredar la madeja y a contextuar el crimen. Cuando le preguntan por el motivo, responde:
Puede ser una mala coartada, un intento de presentarse como víctima de un acoso que la llevó a la desesperación y no le dejó otro camino que la violencia extrema contra la muchacha que era o había sido su pareja. Pudiera también ser lo contrario, y que su rabia se alimentara del rechazo de Yennely a continuar la relación y de su opción por un hombre, como se ha llegado a publicar. Una cosa o la otra, la respuesta habla de una situación de violencia de la que la noche del 26 de marzo fue desenlace y no inicio.
Antes del crimen, y quién sabe durante cuánto tiempo, entre ellas debió haber amenazas, gritos, llantos, promesas, perdones, y vuelta a empezar. Es decir, la reproducción sistemática del círculo de violencia del que la víctima o la victimaria –en este caso no se sabe quién– no encuentra salida.
En el interrogatorio, Ammy atribuye la propiedad del arma homicida a Yennely, sugerencia implícita de actitudes de la víctima que ponían en riesgo su seguridad («…porque yo salí herida al momento del hecho, con un cuchillo de ella el cual yo fui a esquivar». O nueva coartada para alegar defensa propia. Tal vez miente otra vez, puesto que hay indicios de la planificación del crimen: amoníaco para adormecer, una toalla para empapar el líquido, gasolina con la que llegó a rociar el cadáver. Pero el análisis de todo esto compete a los tribunales de justicia, no a los expertos en todo y nada que congestionan las redes y se cuelan en algunos medios.
Una violencia invisible
La violencia intragénero existe, aunque apenas se hable de ella. Las razones de su invisibilidad pertenecen a un amplio registro de mitos, tabúes y prejuicios. Mitos que direccionan la violencia de género solo a la relación heterosexual, con la mujer como víctima y el hombre como perpetrador, solapando lo que ocurre en la intimidad de las parejas del mismo sexo. Tabúes que, aún hoy, convierten la homosexualidad y el lesbianismo en vergüenza y lo reducen a la clandestinidad, impidiendo que se hable abiertamente del problema y que las víctimas de violencia confiesen su sufrimiento. Prejuicios sociales, y por ende del sistema, que desvalorizan la vida de las personas con sexualidad no normativa y las irradian de las políticas públicas de prevención y atención, y de la legislación que tipifica y castiga.
Silencio social, y de la propia comunidad afectada, que vende la idea, comprada al tuntún, de que la igualdad de fuerza y agresividad de los hombres, y la pasividad constitutiva atribuida a las mujeres, elimina el riesgo de los daños de la violencia en la pareja homosexual o lésbica.
La percepción de estas relaciones como ajenas al poder y a la dominación, incide de manera determinante en que la violencia intragénero sea comparativamente menos estudiada por la academia, cuyas aportaciones a la comprensión de la violencia de género heterosexual son fundamentales. De ahí que sean todavía escasas las estadísticas que develarían su alcance, incluso en los países donde el matrimonio igualitario ha «normalizado» las relaciones entre gais y lesbianas.
No obstante, quienes desde diversos espacios del quehacer teórico y del activismo arcoíris han abordado la problemática, coinciden en apuntar que la pertenencia a un mismo sexo de la pareja no anula las asimetrías de poder derivadas de la ideología heteronormativa, asumida por hombres y mujeres con independencia de su identidad sexual.
Un estudio de 2017 del Colectivo LGTB+ y la Universidad Complutense, de Madrid, ofrece datos sobre la violencia intragénero en España que podrían extrapolarse a otras realidades: el 26,56 % de los hombres homosexuales admite haber tenido relaciones en las que la violencia ha estado presente, y lo mismo afirma el 33,85 % de las mujeres lesbianas. Otro estudio anterior (2010) del también madrileño ALDARTE (Centro de Atención a Gays, Lesbianas y Trans) cita las cinco principales formas de violencia intragénero mencionadas por las víctimas: amenaza verbal (52,3 %), humillación pública (46,2 %), aislamiento social (43,1 %), control (de dinero, teléfono, correo…) (38,5 %), agresiones físicas (30,8 %).
Dos muchachas felices y una relación tóxica
Apenas salidas de la adolescencia, Ammy y Yennely eran felices cada una a su manera. En las fotos publicadas por los medios, ya juntas o separadas, se las ve sonrientes y plácidas. Bonitas según el canon. Las imágenes provocan multitud de sentimientos y emociones. Demasiado joven la una para haber muerto; demasiado joven la otra para convertirse en asesina. Amantes, y esto es ya mucho menos tolerable para el común de los dominicanos.
Detrás de esas sonrisas y belleza; detrás de esa felicidad que parecen compartir en una foto común, Ammy y Yennely desembocaron en una relación cuya toxicidad explicaría el crimen. «Señor, yo le había dicho que yo no quería estar con ella y ella me insistía». Quizá coartada, se repite. Pero sí confesión de rechazo, de acoso, de dolor, de impotencia. ¿Quién era la sufrida? ¿La víctima? ¿La asesina? ¿Ambas? Como ocurre en los feminicidios, no hubo arrebato, sino un proceso de crecimiento de la innombrable violencia intragénero entre ellas que el 26 de marzo llegó a su clímax.
El crimen fue monstruoso, pero no porque Ammy sea un monstruo. Entenderlo desde la caracterización individual es eludir el mal de fondo que deberían enfrentar, sin hipocresía, la sociedad, las autoridades responsables de la prevención y la comunidad LGTBIQ+.