ITHACA, New York — Conforme América Latina realiza el recuento de daños producto de la pandemia de la COVID-19, una tormenta se avecina sobre la región. Mientras que la crisis requiere de acciones gubernamentales decisivas para suavizar el golpe de una gravísima recesión histórica, las respuestas hasta el momento van de timoratas a contraproducentes. Sin políticas fiscales y monetarias contracíclicas ambiciosas, América Latina podría enfrentar una catástrofe económica con graves consecuencias para sus frágiles democracias.
La COVID-19 ha traído no solo decenas de miles de muertes, sino también problemas económicos considerables para la región. Una reducción drástica de la demanda de bienes latinoamericanos en China y los países industrializados está afectando severamente las exportaciones de materias primas de Sudamérica y de manufacturas y maquilas de México y Centroamérica. Millones de despidos y la lenta recuperación económica en Estados Unidos han reducido los flujos de remesas a países como Ecuador, Colombia, El Salvador y Honduras entre 20 y 40 por ciento. El miedo a viajar también ha diezmado la industria del turismo, de la cual dependen varios países caribeños, cuya ocupación hotelera se desplomó a tan solo 10 por ciento en marzo.
Estas secuelas ya comienzan a hacer estragos en las economías latinoamericanas. Se espera que la producción brasileña caiga por lo menos 8 por ciento en 2020. La economía de México se contraería en un 7.5 por ciento, peor que durante la crisis de 1994, cuando la situación era tan grave que la Casa Blanca extendió un rescate para evitar el colapso del vecino del sur y una probable ola masiva de migrantes. Se pronostica que el producto interno bruto de Perú caerá en un impresionante 12 por ciento, equiparable a la destrucción que sufrió aquel país en la Guerra del Pacífico (1879-84). Para muchos países estas serían las peores caídas económicas en casi un siglo, desde la Gran Depresión. Peor aún, el panorama de la región apunta a que estas proyecciones se deteriorarán todavía más, trayendo crisis económicas no vistas en generaciones.
Las experiencias con crisis anteriores nos han mostrado que políticas contracíclicas ambiciosas son un antídoto probado. De la Gran Depresión aprendimos que estímulos fiscales generalizados y políticas monetarias laxas eran necesarias para poner dinero en los bolsillos de la gente y así reactivar la economía. Recientemente, dichas políticas jugaron un papel fundamental para disminuir los efectos negativos de la recesión global de 2008-2009.
Pero las respuestas de los gobiernos latinoamericanos han sido tímidas en el mejor de los casos. Mientras India ha anunciado un paquete de estímulo de alrededor de 265.000 millones de dólares, equivalente al 10 por ciento de su producto interno bruto, Brasil y Chile han prometido no más del 8.1 por ciento y 4.7 por ciento respectivamente. Colombia solo ha echado mano del 1.5 por ciento a través de un fondo de mitigación de emergencia. México incluso ha optado por la dirección opuesta, haciendo de la austeridad una prioridad y limitando el estímulo gubernamental.
La renuencia de los gobiernos latinoamericanos a adoptar verdaderas políticas expansionistas se entiende dada la historia de crisis económicas recurrentes. Ha costado mucho esfuerzo en varios países conseguir el grado de inversión —la calificación que indica bajo riesgo para invertir y reduce el costo de endeudarse— y los espectros de la hiperinflación, crisis cambiarias y fuga de capitales rondan todavía en algunos lugares.
Pero la inacción gubernamental podría prolongar la caída de las economías de la región, como lo aprendimos durante los primeros años de la Gran Depresión de 1929 y durante la crisis asiática de 1997 en Corea del Sur, Indonesia y Tailandia, países donde las medidas de austeridad recetadas por el Fondo Monetario Internacional empeoraron la situación al deprimir el consumo. La obsesión de América Latina con la austeridad sería el equivalente económico de la práctica medieval de tratar de curar al paciente a través del sangrado.
Los costos de no atajar la crisis de manera frontal serían elevados, no solo en el ámbito económico sino también en el político. Crisis económicas han sido responsables de grandes transformaciones políticas en la historia de la región, tales como el arribo al poder de la ola de líderes populistas después de la Gran Depresión. Emergencias económicas durante los años sesenta y principios de los setenta también contribuyeron a la llegada de dictaduras militares y a su vez, la crisis de la deuda precipitó su colapso en los años ochenta. La severa austeridad durante los años noventa y principios de los 2000 abrió la puerta a la llegada del chavismo y otros gobiernos populistas.
De no poner atención a las necesidades económicas, las próximas víctimas de la crisis podrían ser los frágiles sistemas democráticos de la región. Durante la última década, el desencanto ciudadano con la incapacidad de los gobiernos para resolver problemas sociales ha aumentado considerablemente, desde la violencia desenfrenada hasta el estancamiento económico. Mientras que el 61 por ciento de los latinoamericanos expresaba preferencia por la democracia sobre sistemas autoritarios en 2010, 48 por ciento compartía esa opinión en 2018. En Brasil, México y varios países centroamericanos, menos del 39 por ciento de la población apoya el sistema democrático.
Al mismo tiempo, las fuerzas armadas han ganado influencia política considerable. En Brasil, los militares ocupan casi la mitad del gabinete del presidente Jair Bolsonaro. En México los soldados están a cargo de la seguridad interior y la construcción de importantes proyectos de infraestructura, tales como el nuevo aeropuerto de Ciudad de México. En El Salvador y Nicaragua, los presidentes se apoyan en las fuerzas armadas para intimidar rivales políticos. En los últimos años, los jefes del Ejecutivo en Chile y Ecuador han echado mano de los militares para desarticular protestas. En Bolivia, las fuerzas armadas desempeñaron un papel importante en la renuncia de Evo Morales. El protagonismo del ejército en asuntos públicos es especialmente preocupante por su terrible legado de represión y autoritarismo en la región.
No es el momento de escatimar recursos, sino de que los gobiernos echen mano de todas las herramientas a su alcance para disminuir el impacto de la crisis. Debido a que cerca de la mitad de población en Latinoamérica trabaja en condiciones de informalidad, es imperativo no solo apoyar al sector privado, sino también poner dinero directamente en los bolsillos de la gente a través de mayor gasto en programas sociales e inversión en infraestructura, salud y educación. Además, los bancos centrales deben redoblar esfuerzos para facilitar el crédito a las empresas y continuar bajando las tasas de interés de manera contundente.
En este contexto de desencanto con la democracia y fuerzas armadas políticamente activas, una crisis económica grave podría ser la gota que derrame el vaso. Si los gobiernos civiles se muestran incapaces de atajar la crisis económica que viene, los países de la región podrían tomar la senda del autoritarismo una vez más.
Gustavo Flores-Macías es profesor asociado de Gobierno y vicerector asociado para asuntos internacionales en la Universidad de Cornell. Es autor de After Neoliberalism? The Left and Economic Reforms in Latin America. Fue director general de Comunicación Social en la Procuraduría Federal del Consumidor en México.
Fuente: The New York Post