Han pasado 30 años desde la caída del Muro de Berlín. Una guardia abrió de golpe una puerta, el imperio soviético se rindió, más de cien millones de personas en Europa Central y del Este fueron liberadas, un continente dividido se unió y se anunció el fin de la historia.
¿Qué nos dieron las tres décadas posteriores al 9 de noviembre de 1989? Se redujo la pobreza. Se prolongó la esperanza de vida. Se terminaron las fronteras para la interacción humana. La inteligencia artificial comenzó a hacer cosas inteligentes. China ascendió, al igual que el nivel del mar. Estados Unidos, bajo ataque y herido, intentó manejar un declive y, al final, con una frustración salvaje, eligió a un estafador lengua larga para que ocupara el cargo más alto en el gobierno. La historia no terminó después de todo y abrió paso a una nueva ola de nacionalismo, nativismo y xenofobia.
El agua es el nuevo petróleo. Los datos son el nuevo plutonio. El clima es el nuevo Armagedón. El discurso de 1990 sobre la inevitabilidad de un mundo democrático liberal se convirtió en predicciones de un mundo de autócratas respaldados por Estados de vigilancia que han surgido gracias a la tecnología. Ha quedado demostrado que es imposible que las empresas tecnológicas no hagan el mal.
El mejor de todos los mundos posibles fue aplazado una vez más. Joachim Gauck, el pastor luterano y activista anticomunista de Alemania del Este que luego se convirtió en el presidente de una Alemania unida, fue quien mejor capturó las ilusiones y esperanzas destrozadas de 1989: “Soñábamos con un paraíso y nos despertamos en Renania del Norte-Westfalia”.
Por supuesto que Renania del Norte-Westfalia no está mal, pero en nuestra era política polarizada del todo o nada, “no está mal” suele significar “no es tan bueno”. En la competencia de las palabras olvidadas, el acuerdo mutuo compite con la habilidad política.
Cambiaron grandes cosas, y pequeñas también. Mi deslucido equipo de fútbol, el Chelsea, se hizo de un dueño de la oligarquía rusa y, con sus miles de millones, comenzó a ganar trofeos. Nunca pensé que la caída del comunismo pudiera afectar mi estado de ánimo de una manera tan directa. Llegaron los rusos… a la Costa Azul, a las playas de Vietnam y, por supuesto, a Siria. Y aquí, en Armenia, la grandiosa saga armenia de tragedia, migración, reinvención y supervivencia dio otro vuelco.
La Unión Soviética se hizo pedazos. En 1991, la República de Armenia se volvió un Estado independiente. Obtuvo un pedazo diminuto de la peor zona que se pudo encontrar en el territorio que Armenia había ocupado durante los milenios de su historia, pero, a pesar de todo, era algo.
En todas las oficinas hay imágenes del monte Ararat, el cual se erige sobre Turquía, un símbolo para los armenios de añoranza, orgullo, la esperanza del retorno y el sufrimiento del genocidio armenio que comenzó en 1915 y que produjo la matanza de más de un millón de armenios a manos del Imperio otomano.
Esta semana, la Cámara de Representantes, en contra de todas las advertencias bien conocidas de Turquía, aprobó una resolución que reconoce ese genocidio. El presidente Barack Obama nunca lo reconoció en público, a pesar de haberlo prometido cuando fue candidato presidencial en 2008. La realpolitik pudo más que sus principios.
Turquía, país que insiste en que no hubo una campaña organizada para masacrar a los armenios, no es el único problema de Armenia. El camarada Stalin adoraba juguetear con las nacionalidades y las fronteras. Décadas más tarde, cuando colapsó la Unión Soviética, esto provocó una fricción entre Armenia y Azerbaiyán. Las disputas culminaron hace un cuarto de siglo en una guerra por la región disputada de Nagorno Karabaj. En la actualidad, la frontera de Armenia con Azerbaiyán está cerrada. Su frontera con Turquía está cerrada. Solo están abiertas las fronteras con Georgia e Irán.
No obstante, ¡me encontré a los armenios con un ánimo optimista! ¿Qué importan las fronteras físicas hoy en día? Los casi tres millones de ciudadanos de Armenia están en contacto constante con los muchos más millones de armenios en la diáspora, quienes envían dinero a casa. Con un sólido sector tecnológico, Armenia se considera un país de empresas emergentes. Está viendo hacia adelante más que hacia atrás.
La revolución sin sangre que vivió el país en 2018 no ha producido un paraíso, pero ha eliminado el fatalismo. La gente siente que tiene la libertad de probar lo que quiera.
Semanas de protestas masivas en contra de la corrupción y el nepotismo derribaron la añeja clase política armenia, casi del mismo modo que las demostraciones masivas en Beirut, Bagdad y Santiago, ocurridas en semanas recientes, han derribado o sacudido los gobiernos de Líbano, Irak y Chile.
Después de todo, ni Vladimir Putin de Rusia ni Xi Jinping de China han pisoteado el espíritu de 1989. La gente prefiere las acciones a las manos muertas de un gobierno irresponsable. Prefiere el Estado de derecho al arresto arbitrario. Por eso, está en las calles de Hong Kong.
La democracia liberal no ha quedado “obsoleta”, como ha insistido Putin. Solo necesitaba una sacudida.
En una entrevista, Armen Sarkissian, el presidente armenio, me comentó que los sistemas antiguos no van a funcionar. “Estamos viviendo en un mundo cuántico porque más de la mitad de la vida es virtual”, explicó. La noción de las democracias que funcionan mediante elecciones cada tantos años está pasada de moda. Dijo que Armenia fue “uno de los primeros laboratorios” en encontrar “reglas o comportamientos” nuevos para un mundo en el que cada individuo tiene una voz que “se ejerce y se expresa a diario”.
En cuanto al genocidio armenio, y la negación turca, Sarkissian señaló lo siguiente: “Reconocer algo que has hecho mal en la vida común y corriente, en tu familia, con tus amigos, es una fortaleza. No es una debilidad. Si Turquía reconociera el genocidio armenio, también sería un reconocimiento del hecho que Turquía está en camino a convertirse en un Estado tolerante”.
Una lección imperecedera de 1989 es que la verdad saldrá a la luz. Incluso la Casa Blanca de Trump descubrirá esto algún día.
FUENTE; INFOBAE